Psicólogo y Terapeuta

viernes, 19 de mayo de 2017

Instagram, la peor red para la salud mental de los adolescentes

Instagram, la peor red para la salud mental de los adolescentes

Un estudio británico le da la peor nota por su capacidad para generar ansiedad entre los jóvenes 


Las redes sociales más populares son fuente de innumerables beneficios y ventajas para sus usuarios, pero también generan efectos secundarios poco saludables. Un nuevo estudio, realizado entre jóvenes británicos, se centra en un problema muy particular: el bienestar y la salud mental de los usuarios de estas aplicaciones. Según este trabajo, Instagram podría terminar siendo la más nociva entre los adolescentes, por su impacto en la salud psicológica de este grupo de edad más vulnerable. Por detrás, aunque con notas también negativas, estarían Snapchat, Facebook y Twitter. La única red analizada con valoración positiva es YouTube, el portal de vídeos del gigante Alphabet.
"Instagram logra fácilmente que las niñas y mujeres se sientan  como si sus cuerpos no fueran lo suficientemente buenos", denuncia un joven en el estudio
"Los jóvenes que pasan más de dos horas al día en redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram son más propensos a sufrir problemas de salud mental, sobre todo angustia y síntomas de ansiedad y depresión", recogen en el estudio, realizado por la Royal Society of Public Health y la Universidad de Cambridge. Para analizar el posible impacto en la juventud británica, los especialistas estudiaron las actitudes hacia estas redes en 1.500 británicos de entre 14 y 24 años. España es el país con mayor penetración de redes sociales y de telefonía móvil de la Unión Europea.

Se valoraron 14 factores, tanto positivos como negativos, en los que estas aplicaciones impactan en la vida de este grupo de edad en el que su personalidad aún está en formación. Instagram suspendió en siete de estos aspectos: notablemente, los jóvenes reconocían que esta app para compartir fotografías afecta muy negativamente en su autoestima (imagen corporal), en sus horas de sueño (asociado a múltiples problemas que se derivan de dormir poco) y en su miedo a quedarse fuera de eventos sociales (conocido por las siglas en inglés FoMO). Además, consideran que fomenta el ciberacoso, que les genera ansiedad y, en menor medida, síntomas depresivos y sensación de soledad.

"Instagram logra fácilmente que las niñas y mujeres se sientan como si sus cuerpos no fueran lo suficientemente buenos mientras la gente agrega filtros y edita sus imágenes para que parezcan perfectas", asegura uno de los jóvenes estudiados. "El ciberacoso anónimo a través de Twitter sobre temas personales me ha llevado a autolesionarme y a tener miedo de ir a la escuela. El acoso en Instagram me ha llevado a intentar suicidarse y también a lesionarme. Las dos me hicieron experimentar episodios depresivos y ansiedad", confiesa un menor de 16 años que participó en el estudio.
"Ser un adolescente es ya suficientemente difícil, pero las presiones a las que se enfrentan online los jóvenes son sin duda únicas para esta generación digital", aseguran los autores
Snapchat obtiene unas notas casi tan negativas como Instagram, aunque es más perjudicial para las horas de sueño y para la ansiedad social que genera perderse eventos sociales. En el ranking negativo le sigue Facebook, que es la red más propicia para el ciberacoso, según el estudio. Twitter mejora levemente las notas de las anteriores y casi compensa sus efectos negativos con sus aportaciones positivas. YouTube, finalmente, logra el aprobado gracias a que sus efectos tóxicos son más escasos, según la encuesta, salvo en el caso de las horas de sueño: este portal para ver vídeos es el que menos deja dormir a los jóvenes.

No todo es malo en estas redes: los aspectos más positivos en los que destacaron estas apps fueron la capacidad de tomar conciencia (sobre todo en YouTube), de expresarse y encontrar una identidad propia (Instagram) y de crear comunidad y de dar con apoyo emocional (Facebook).

"Ser un adolescente es ya suficientemente difícil, pero las presiones a las que se enfrentan online los jóvenes son sin duda únicas para esta generación digital. Es de vital importancia que intervengamos poniendo medidas preventivas", aseguran las autoras del estudio. El informe propone algunas de estas medidas, como que los usuarios reciban una notificación de la propia aplicación avisándoles del exceso de uso, que la red advierta cuando una foto está manipulada o que se realicen campañas de formación sobre estos riesgos en el ámbito escolar.

Publicado en el Pais Semanal


viernes, 23 de septiembre de 2016

Los fármacos psiquiátricos nos hacen más daño que bien - Peter Gøtzsche / Especialista en ensayos clínicos

Peter Gøtzsche / Especialista en ensayos clínicos

“Los fármacos psiquiátricos nos hacen más daño que bien”

El científico de la Universidad de Copenhage aboga por la reducción drástica del uso de fármacos contra las dolencias psiquiátricas.

 

En 1936, el neurólogo portugués Egas Moniz presentó una operación quirúrgica que destruía conexiones entre la región prefrontal y otras partes del cerebro. Esta cirugía, conocida como lobotomía, se popularizó como tratamiento para la esquizofrenia y en 1949 le valió a Moniz el Nobel de Medicina. La intervención perdió interés años después por la aparición de medicamentos como la clorpromacina, que se convirtieron en el tratamiento habitual para este tipo de enfermedades mentales.

Desde entonces, la lobotomía ha pasado a ser un símbolo de una psiquiatría que curaba a los pacientes anulándolos y algunos grupos de familiares de lobotomizados han pedido incluso que se le retire el Nobel a Moniz. Algunos expertos, no obstante, consideran que, en su momento, sin alternativas terapéuticas para aquellas psicosis, el tratamiento del médico portugués mejoró la vida de sus pacientes y sus familiares.

El caso de la lobotomía es una muestra de lo controvertidas que pueden resultar las herramientas terapéuticas en una disciplina tan compleja como la psiquiatría. Los fármacos que sirvieron para superar aquella cirugía, a los que muchos psiquiatras atribuyen la dignificación de la vida de pacientes con trastornos psicológicos graves, tampoco han sido ajenos a las críticas. Peter Gøtzsche (Næstved, Dinamarca, 1949), profesor de Diseño y Análisis de Ensayos Clínicos de la Universidad de Copenhage, lleva años abogando por la reducción drástica del uso de fármacos contra las dolencias psiquiátricas. En su libro Psicofármacos que matan y denegación organizada (Los libros del Lince), el investigador danés analiza las carencias de la ciencia que justifica el uso de estos medicamentos y explica por qué cree que, pese al consenso que despiertan entre los psiquiatras, “están haciendo más daño que bien”.

Pregunta. Usted aboga por una reducción paulatina [Gøtzsche advierte del peligro de dejar de tomar psicofármacos de repente], pero prácticamente total, del consumo de medicamentos psiquiátricos. Sin embargo, hay muchos psiquiatras que defienden su utilidad y que afirman que han permitido reducir la cantidad de enfermos recluidos en asilos.
¿Por qué se llevaron a cabo sangrías durante tantos siglos, incluso cuando necesitabas líquidos?
Respuesta. En primer lugar, no es correcto decir que los antipsicóticos hayan reducido la presencia de personas en asilos. El vaciado de los asilos tiene que ver con consideraciones financieras. Era demasiado caro tener a tanta gente en estas instituciones por muchos años. Esa reducción no coincide con la introducción de fármacos antipsicóticos.
Los antipsicóticos son algunos de los medicamentos más tóxicos que existen, aparte de la quimioterapia para el cáncer. Producen daño cerebral permanente, algunas veces incluso después de un tiempo de uso relativamente breve, y hacen más difícil que la gente vuelva a vivir una vida plena. He llegado a la conclusión de que, muy probablemente, nos iría mucho mejor si no utilizásemos antipsicóticos en absoluto.
No soy la única persona que lo ve así. Hay psiquiatras que han estudiado la literatura de una forma tan cuidadosa como yo y que han llegado a la misma conclusión: que en realidad no necesitamos fármacos antipsicóticos, porque frente a lo que implica el nombre, antipsicótico, no curan las psicosis. Los antipsicóticos tranquilizan a la gente, pero también les arrebatan parte de sus emociones, parte de sus pensamientos normales. Puedes ver que algunos de ellos se convierten en zombies, que no pueden hacer nada.

P. Si estos fármacos son tan dañinos, ¿por qué comenzaron a utilizarse de forma habitual en psiquiatría?

R. En 1954, cuando la clorpromazina fue descubierta y llegó al mercado. se consideraba una mala droga, la comparaban con una lobotomía química. Sin embargo, un año después, de repente, era buena. Eso es muy extraño. Hubo un presidente de la Sociedad Americana de Psiquiatría Biológica que afirmó que ese fármaco era como la insulina para la diabetes. Es algo demencial, porque si tienes diabetes, te falta insulina, y cuando a ti te dan algo que te falta es un buen tratamiento. Pero cuando tienes una psicosis no te falta nada, así que la comparación es errónea. Sin embargo, desde que se lanzó aquella idea se ha hablado de un desequilibrio químico. No hay desequilibrio químico, nunca se ha podido demostrar que haya nada en los pacientes psicóticos o depresivos diferente de las personas sanas. El desequilibrio químico es una mentira.
El Instituto Nacional para la Salud Mental en América, llevó a cabo un ensayo con clorpromazina y fármacos similares y placebo y concluyeron justo lo contrario de lo que pasa cuando das estas drogas a la gente. Observaron que los pacientes eran menos apáticos, que se movían más y parecían mejorar. Estas drogas hacen justo lo contrario. Esto sucede porque los ensayos no están bien cegados.
Utilizando psicoterapia se puede enseñar a la gente a manejar los sentimientos que les acaban convirtiendo en pacientes psiquiátricos
P. Si los datos de los estudios son accesibles a todo el mundo, ¿por qué tantos psiquiatras los interpretan mal? ¿Es que son todos estúpidos o malvados?

R. Esta pregunta es interesante y no solo concierne a la psiquiatría. ¿Por qué se llevaron a cabo sangrías durante tantos siglos? Incluso cuando tenías cólera y necesitabas los fluidos, tomaban la sangre de la gente y muchas veces eso les mataba. Y creían que lo hacían bien. Durante siglos. Cómo es posible que nosotros los humanos, que tenemos cerebros maravillosos, podamos quedar atrapados en engaños colectivos como las sangrías o la creencia en los antipsicóticos. Así son los humanos, pero tenemos que combatirlo demostrando a la gente que sus creencias no coinciden con la evidencia científica.

P. ¿Qué alternativas hay a los fármacos contra las psicosis graves?

R. Es muy simple: ningún fármaco. La alternativa a dar demasiadas drogas a la gente es darles muy pocas. Si hiciésemos eso tendríamos una población más sana que viviría más, porque las drogas psiquiátricas matan a mucha gente. Y no lisiaríamos a tanta gente, tanto físicamente como cerebralmente. Otra alternativa es darnos cuenta de que muchas de las que llamamos enfermedades psiquiátricas se tratan mejor a través de psicoterapia. Estas enfermedades muchas veces tienen que ver con fuertes emociones que la gente no puede manejar y que les hace asustados, ansiosos... Utilizando psicoterapia se puede enseñar a la gente a manejar esos fuertes sentimientos que les acaban convirtiendo en pacientes psiquiátricos.
Los antipsicóticos tranquilizan a la gente, pero también les arrebatan parte de sus emociones
P. ¿Cómo suelen responder los psiquiatras a sus críticas?

R. Muy rara vez debaten conmigo lo que la ciencia dice. Creo que esto muestra que para ellos es difícil debatir sobre la ciencia. Lo que hacen es tratar de denigrarme como persona. Diciendo que no soy un psiquiatra. Es cierto, pero he aprendido a leer, soy un investigador, se leer artículos científicos. No necesito ser un psiquiatra para saber sobre este área.
También, junto a estos psiquiatras que se sienten amenazados, hay otros que están de acuerdo conmigo. Y hay hay algunos que no utilizan drogas psiquiátricas. Hay otros psiquiatras que están cambiando sus opiniones basándose en mi trabajo, algo que me anima mucho. Algunos no escuchan porque lo consideran demasiado aterrador. Si has creído en algo durante treinta años, ¿cómo puedes cambiar esa creencia?, decirte, estaba equivocado desde el principio, he dañado a muchos pacientes. Eso no es fácil, es más fácil cerrar los ojos y continuar como siempre.

P. Por cómo explica las cosas, da la sensación de que la gente está bien, empieza a tomar fármacos, empeora, y tiene que dejarlos para volver a estar bien. Pero la gente empieza a tomar medicamentos porque se encuentra mal y cuando deje de tomarlos es probable que la enfermedad no haya desaparecido.

R. Es un poco complicado. Cuando la gente no se siente bien y empieza a tomar drogas, muchos sienten que les ayudan. Pero lo que no saben es lo que habría pasado si no hubiesen tomado ningún fármaco. La mayor parte de la gente mejoraría en cuestión de semanas sin necesidad de drogas. Cuando les das un antidepresivo, muchos también mejoran en cuestión de semanas. Pero la diferencia entre darles la droga y un placebo es muy pequeña y estos ensayos clínicos no son fiables, porque no están bien cegados. Tanto los médicos como los pacientes confunden el proceso natural de curación que habría sucedido en cualquier caso, incluso con una psicosis aguda, con el efecto del fármaco.
Por otro lado, los pacientes se ponen nerviosos cuando dejan la medicación. Se preguntan qué pasará, si volverán a estar deprimidos. Y sí, si dejas un antidepresivo de una día para otro, muchas personas tendrán una depresión en cuestión de días, pero esto no es una depresión real, es una depresión fruto de la abstinencia. Ahora ha cambiado tu cerebro, como si un alcohólico deja el alcohol, se sentirá mal.


domingo, 7 de febrero de 2016

Los trastornos mentales no se deben a alteraciones químicas del cerebro


El periodista norteamericano recopiló estudios científicos para evidenciar que los trastornos mentales no se deben a alteraciones químicas del cerebro

 

 Robert Whitaker | Periodista de investigación


Todo empezó con dos preguntas. ¿Cómo es posible que los pacientes de esquizofrenia evolucionen mejor en países donde se les medica menos, como India o Nigeria, que en países como Estados Unidos? ¿Y cómo se explica, tal y como proclamó en 1994 la Facultad de Medicina de Harvard, que la evolución de los enfermos de esquizofrenia empeorara con la implantación de medicaciones, con respecto a los años setenta? Estas dos preguntas inspiraron a Robert Whitaker para escribir una serie de artículos en el Boston Globe —finalista en el Premio Pulitzer al Servicio Público— y dos polémicos libros. El segundo, Anatomía de una epidemia, que ahora edita, actualizado, Capitán Swing en España, fue galardonado como mejor libro de investigación en 2010 por editores y periodistas norteamericanos.

En el curso de esa indagación, una cascada de datos demoledores: en 1955 había 355.000 personas en hospitales con un diagnóstico psiquiátrico; en 1987, 1.250.000 recibían pensiones en EE UU por discapacidad debida a enfermedad mental; en 2007 eran 4 millones. El año pasado, 5. ¿Qué estamos haciendo mal?

Whitaker (Denver, Colorado, 1952) se presenta, humildemente, las manos en los bolsillos, en un hotel de Alcalá de Henares. Su cruzada contra las pastillas como remedio de las enfermedades mentales no va por mal camino. Prestigiosas escuelas médicas ya le invitan a que explique sus trabajos. “El debate está abierto en EE UU. La psiquiatría está entrando en nuevo periodo de crisis en ese país porque la historia que nos ha contado desde los ochenta ha colapsado”.

Pregunta. ¿En qué consiste esa historia falsa que, dice usted, nos han contado?

Respuesta. La historia falsa en EE UU y en parte del mundo desarrollado es que la causa de la esquizofrenia y la depresión es biológica. Se dijo que se debían a desequilibrios químicos en el cerebro; en la esquizofrenia, por exceso de dopamina; en la depresión, por falta de serotonina. Y nos dijeron que teníamos fármacos que resolvían el problema como lo hace la insulina con los diabéticos.

P. En Anatomía de una epidemia viene a decir que los psiquiatras aceptaron la teoría del desequilibrio químico porque prescribir pastillas les hacía parecer más médicos, los homologaba con el resto de la profesión.

R. Los psiquiatras, en Estados Unidos y en muchos otros sitios, siempre tuvieron complejo de inferioridad. El resto de médicos solían mirarlos como si no fueran auténticos médicos. En los setenta, cuando hacían sus diagnósticos basándose en ideas freudianas, se les criticaba mucho. ¿Y cómo podían reconstruir su imagen de cara al público? Se pusieron la bata blanca, que les daba autoridad. Y empezaron a llamarse a sí mismos psicofarmacólogos cuando empezaron a prescribir pastillas. Mejoró su imagen. Aumentó su poder. En los ochenta empezaron a publicitar su modelo y en los noventa la profesión ya no prestaba atención a sus propios estudios científicos. Se creyeron su propia propaganda.
“Están creando mercado para sus fármacos y están creando pacientes. Es un éxito comercial
P. Pero esto es mucho decir, ¿no? Es afirmar que los profesionales no tuvieron en cuenta el efecto que esos fármacos podían tener en la población.

R. Es una traición. Fue una historia que mejoró la imagen pública de la psiquiatría y ayudó a vender fármacos. A finales de los ochenta se vendían 800 millones de dólares al año en psicofármacos; 20 años más tarde se gastaban 40.000 millones.

P. Y ahora afirma usted que hay una epidemia de enfermedades mentales creada por los propios fármacos.

R. Si se estudia la literatura científica se observa que ya llevamos 50 años utilizándolos. En general, lo que hacen es aumentar la cronicidad de estos trastornos.

P. ¿Qué le dice usted a la gente que está medicándose? Algunos tal vez no la necesiten, pero otros tal vez sí. Este mensaje, mal entendido, puede ser peligroso.

R. Sí, es verdad, puede ser peligroso. Bueno, si la medicación le va bien, fenomenal, hay gente a la que le sienta bien. Además, el cerebro se adapta a las pastillas, con lo cual retirarla puede tener efectos severos. De lo que hablamos en el libro es del resultado en general. Yo no soy médico, soy periodista. El libro no es de consejos médicos, no es para uso individual, es para que la sociedad se pregunte: ¿hemos organizado la atención psiquiátrica en torno a una historia que es científicamente cierta o no?

El recorrido de Whitaker no ha sido fácil. Aunque su libro esté altamente documentado, aunque fuera multipremiado, desafió los criterios de la Asociación de Psiquiatría Americana (APA) y los intereses de la industria farmacéutica.
Pero, a estas alturas, se siente recompensado. En 2010, sus postulados eran vistos, dice, como una “herejía”. Desde entonces, nuevos estudios han ido en la dirección que él apuntaba —cita a los psiquiatras Martin Harrow o Lex Wunderink; y apunta que el prestigioso British Journal of Psychiatry ya asume que hay que repensar el uso de los fármacos—. “Las pastillas pueden servir para esconder el malestar, para esconder la angustia, pero no son curativas, no producen un estado de felicidad”.

P. ¿Vivimos en una sociedad en la que necesitamos pensar que las pastillas pueden resolverlo todo?

R. Nos han alentado a que lo pensemos. En los cincuenta se produjeron increíbles avances médicos, como los antibióticos. Y en los sesenta, la sociedad norteamericana empezó a pensar que había balas mágicas para curar muchos problemas. En los ochenta se promocionó la idea de que si estabas deprimido, no era por el contexto de tu vida, sino porque tenías una enfermedad mental, era cuestión química, y había un fármaco que te haría sentir mejor. Lo que se promocionó, en realidad, en Estados Unidos, fue una nueva forma de vivir, que se exportó al resto del mundo. La nueva filosofía era: debes ser feliz todo el tiempo, y, si no lo eres, tenemos una píldora. Pero lo que sabemos es que crecer es difícil, se sienten todo tipo de emociones y hay que aprender a organizar el comportamiento.

P. Buscamos el confort y el mundo se va pareciendo al que describió Aldous Huxley en Un mundo feliz

R. Desde luego. Hemos perdido la filosofía de que el sufrimiento es parte de la vida, de que a veces es muy difícil controlar tu mente; las emociones que sientes hoy pueden ser muy distintas de las de la semana o el año que viene. Y nos han hecho estar alerta todo el rato con respecto a nuestras emociones.
P. Demasiado centrados en nosotros mismos…

R. Exacto. Si nos sentimos infelices, pensamos que algo nos pasa. Antes la gente sabía que había que luchar en la vida; y no se le inducía tanto a pensar en su estado emocional. Con los niños, si no se portan bien en el cole o no tienen éxito, se les diagnostica déficit de atención y se dice que hay que tratarlos.

P. ¿La industria o la APA están creando nuevas enfermedades que en realidad no existen?

R. Están creando mercado para sus fármacos y están creando pacientes. Así que, si se mira desde el punto de vista comercial, el suyo es un éxito extraordinario. Tenemos pastillas para la felicidad, para la ansiedad, para que tu hijo lo haga mejor en el colegio. El trastorno por déficit de atención e hiperactividad es una entelequia. Antes de los noventa no existía.

P. ¿La ansiedad puede desembocar en enfermedad?

R. La ansiedad y la depresión no están tan lejos la una de la otra. Hay gente que experimenta estados avanzados de ansiedad, pero estar vivo es muchas veces estar ansioso. Empezó a cambiar con la introducción de las benzodiacepinas, con el Valium. La ansiedad pasó de ser un estado normal de la vida a presentarse como un problema biológico. En los ochenta, la APA coge este amplio concepto de ansiedad y neurosis, que es un concepto freudiano, y empieza a asociarle enfermedades como el trastorno de estrés postraumático. Pero no hay ciencia detrás de estos cambios.

lunes, 4 de mayo de 2015

Medicina basada en mitos: el caso de la serotonina en la depresión


Medicina basada en mitos: 

el caso de la serotonina en la depresión




David Healy, psiquiatra, profesor universitario, historiador de la psiquiatría y crítico contumaz de la farmacologización de su especialidad y la medicina en general (impagable su demoledor Pharmageddon) acaba de publicar un editorial en el BMJ titulado “Serotonina y depresión: El marketing de un mito”. No dice nada que no sepamos, pero una Editorial del BMJ marca tendencias.
prozacPor su interés docente y para mejorar su difusión lo hemos traducido.

“El grupo de fármacos llamados Inhibidores de la Recaptación de la Serotonina (IRSS) surgió a finales de los 80, casi dos décadas después de que fueran conocidos. El retraso de se debió a la búsqueda de una indicación. Hasta entonces, no habían demostrado ningún posible perfil lucrativo como la obesidad o la hipertensión. Ya en 1960, la idea de que la concentración de serotonina estaba reducida en la depresión [1] había sido rechazada [2] y, en los ensayos clínicos, los IRSS habían perdido su pulso contra los antiguos antidepresivos tricíclicos como tratamiento para la depresión severa (melancolía) [3-5].

Cuando comenzaron a surgir las preocupaciones acerca de la dependencia que generaban los tranquilizantes en los primeros 80, se intentaron suplantar las benzodiazepinas por un fármaco serotoninérgico, la buspirona, etiquetado como ansiolítico no-productor de dependencia. Ésto fracasó [6]. Las lecciones a aprender fueron que los pacientes esperaban que los tranquilizantes tuvieran un efecto inmediato y que los doctores esperaban que produjeran dependencia. No fue posible desintoxicar la marca “tranquilizante”.

En vez de eso, las compañías farmacéuticas vendieron los IRSS para tratar la depresión, aún a expensas de que eran menos efectivos que los antiguos tricíclicos, publicitando la idea de que la depresión era la enfermedad de base que estaba detrás de las manifestaciones superficiales de la ansiedad. La estrategia fue un éxito extraordinario al centrarse en la idea de que los ISRR devolvían los niveles de serotonina a la normalidad, una noción que más tarde transmutó en la idea de que corregían un disbalance neuroquímico. Los antidepresivos tricíclicos no tenían una narrativa comparable.

El mito de la serotonina
 
En los 90, ningún académico podía vender el mensaje de la disminución de serotonina. Estaba claro que no había correlación entre la potencia de la inhibición de la recaptación de serotonina y la eficacia de los antidepresivos con ese efecto. Nadie sabía si los ISRR aumentaban o reducían los niveles de serotonina; aún no se sabe. No había ninguna evidencia de que el tratamiento corrigiese nada [7].

Sin embargo, la idea de que era necesario recuperar los niveles de serotonina se instauró entre los pacientes y las asociaciones de enfermos. La historia de la disminución de la serotonina se enraizó, de hecho, en el dominio público más que en el ámbito psicofarmacológico. La concepción serotoninérgica era parecida a la noción freudiana de líbido – difusa, amorfa, e incapaz de explorarse – una pieza prototípica de chatarra intelectual [8]. Si los investigadores usaban este lenguaje era porque hacía referencia casi simbólica a ciertas anormalidades fisiológicas que casi todos pensaban serían encontradas, tarde o temprano, en la fisiopatología de la melancolía, aunque no necesariamente en la “depresión” leve.

El mito atrapó hasta el mercado de las medicinas alternativas. Los materiales y consejos provenientes de estas medicinas alentaban a la población a comer alimentos o participar en actividades que aumentaban sus niveles de serotonina, lo que, a su vez, reforzaba la validez de usar antidepresivos [9]. El mito también capturó a psicólogos y otros profesionales, quienes aprovecharon la ocasión para intentar explicar la importancia evolutiva de la depresión en términos de función del sistema serotonínico [10]. Las revistas y los editores asumían esta idea equivocada y la ensalzaban y reproducían en libros y artículos como si fuera un hecho robusto y bien establecido científicamente, y, mientras, se vendían antidepresivos.

Por encima de todo, el mito capturó a doctores y pacientes. Para los doctores, fue un recurso que permitió una explicación fácil y rápida de la enfermedad y facilitó la comunicación con sus pacientes. Para los pacientes, la idea de corregir una anormalidad tenía una fuerza moral que superaba los recelos que algunos podían tener sobre tomar tranquilizantes, especialmente al trasmitir de forma atractiva que la aflicción no era una debilidad.

Distracción costosa

Mientras tanto se marginalizaban tratamientos menos costosos y más efectivos. El éxito de los ISRR expulsó fuera del mercado a los antiguos antidepresivos tricíclicos. Esto es un problema porque los ISRR nunca han sido capaces de demostrar eficacia en las depresiones asociadas a un alto riesgo de suicidio (melacolía). Los estados de nerviosismo que los ISRR tratan no se asocian a un mayor riesgo de suicidio [11].  La focalización en los ISRR supuso también el abandono de la búsqueda de verdaderas alteraciones biológicas relacionadas con la melancolía (como las teorías del cortisol aumentado) [12].
Dos décadas después, el número de antidepresivos prescritos por año es ligeramente superior al número de personas del mundo occidental. La mayoría de las prescripciones (nueve de cada 10) son para pacientes que se encuentran con dificultades para dejar el tratamiento; más o menos, una décima parte de la población [13,14]. A estos pacientes comúnmente se les aconseja que continúen el tratamiento precisamente porque sus dificultades para dejarlo indican que lo necesitan, igual que un paciente diabético necesita insulina.
Mientras, ciertos estudios sugieren que la ketamina, una sustancia que actúa en el sistema glutámico, es un antidepresivo más efectivo que los ISRR para la melancolía arrojando así aun más dudas a la relación entre serotonina y depresión [15-17].

La serotonina no es irrelevante. Como la noradrenalina, la dopamina y otros neurotransmisores, podemos esperar que sus niveles varíen entre individuos, y encontrar ciertas correlaciones con el temperamento y la personalidad [18]. Había indicios de un rol dimensional para la serotonina en los 70, con investigaciones que correlacionban niveles reducidos de metabólitos de la serotonina con impulsividad, lo que predisponía a actos de suicidio, agresión y alcoholismo [19]. Tal como pasó con el eclipse de la teoría del cortisol, este hilo de investigación también fue enterrado; los IRSS reducen los niveles de los metabólitos de la serotonina en algunas personas y son particularmente ineficaces en grupos de pacientes caracterizados por su impulsividad (con rasgos de personalidad límite, “borderline“) [20].

Esta historia nos obliga a reflexionar acerca de cómo la opinión de médicos y otros profesionales puede otorgar plausibilidad epidemiológica y biológica a las teorías. ¿Puede una explicación biológica y terapéutica, plausible (pero mítica), conseguir que todo el mundo margine los datos de los ensayos clínicos que muestran nula evidencia de vidas salvadas o de funciones restablecidas? ¿Pueden los datos de ensayos clínicos publicitados como efectivos permitir más fácilmente la adopción de una explicación biológica mítica? No hay estudios publicados sobre este tema.
Estas cuestiones son importantes. En otras áreas de la vida los productos que usamos, desde ordenadores hasta microondas, mejoran año a año, pero este no es el caso de las medicinas; este mismo año cualquier tratamiento podrá lograr ser un éxito en ventas a pesar de ser menos efectivo y menos seguro que los medicamentos anteriores. Las ciencias emergentes del cerebro ofrecen enormes ámbitos para desplegar cualquier cantidad de chatarra intelectual o científica [21]. Tenemos la necesidad de entender el lenguaje que usamos.
Hasta entonces, chao, y gracias por toda la serotonina.

Conflicto de intereses: He leído y entendido la política del BMJ respecto a la declaración de intereses y declaro que soy miembro fundador de RxISK, el cual trabaja para alzar la voz sobre el perfil de seguridad de los medicamentos y estoy en el comité consultivo de la Fundation of Excellence in Mental Health Care. He participado como testigo experto en casos vinculados a suicidio y violencia relacionados con los IRSS.

1 Ashcroft GW, Sharman DF. 5-Hydroxyindoles in human cerebrospinal fluids. Nature 1960;186:1050-1.
2 Ashcroft GW. The receptor enters psychiatry. In: Healy D, ed. The psychopharmacologists. Vol 3. Arnold, 2000:189-200.
3 Danish University Antidepressant Group. Citalopram: clinical effect profile in comparison with clomipramine. A controlled multicentre study. Psychopharmacology 1986;90:131-8.
4 Danish University Antidepressant Group. Paroxetine. A selective serotonin reuptake inhibitor showing better tolerance but weaker antidepressant effect than clomipramine ina controlled multicenter study. J Affective Disorders 1990;18:289-99.
5 Healy D. The antidepressant era. Harvard University Press, 1997.
6 Lader M. Psychopharmacology: clinical and social. In: Healy D, ed. The psychopharmacologists. Vol 1. Chapman and Hall, 1996:463-82.
7 Healy D. Let them eat Prozac. New York University Press, 2004.
8 Healy D. Unauthorized Freud. BMJ 1999;318:949.
9 Ross J. The mood cure. Penguin, 2002.
10 Andrews PW, Bharwani A, Lee KR, Fox M, Thomson JA. Is serotonin an upper or adowner? The evolution of the serotonergic system and its role in depression and the antidepressant response. Neurosci Biobehav Rev 2015;51:164-88.
11 Boardman A, Healy D. Modeling suicide risk in affective disorders. Eur Psychiatry 2001;16:400-5.
12 Shorter E, Fink M. Endocrine psychiatry. Oxford University Press, 2010.
13 Healy D, Aldred G. Antidepressant drug use and the risk of suicide. Int Rev Psychiatry 2005;17:163-72.
14 Spence R, Roberts A, Ariti C, Bardsley M. Focus on: antidepressant prescribing. Trends in the prescribing of antidepressants in primary care. Health Foundation, Nuffield Trust, 2014.
15 Berman RM, Capiello A, Anand A. Antidepressant effects of ketamine in depressed patients. Biol Psychiatry 2000;47:351-4.
16 Murrough JW. Ketamine as a novel antidepressant: from synapse to behavior. Clin Pharmacol Ther 2012;91:303-9.
17 Atigari OV, Healy D. Sustained antidepressant response to ketamine. BMJ Case Rep 2013. doi:10.1136/bcr-2013-200370.
18 Cloninger CR. A systematic method for clinical description and classification of personality variants: a proposal. Arch Gen Psychiatry 1987;44:573-88.
19 Linnoila M, Virkkunen M. Aggression, suicidality and serotonin. J Clin Psychiatry1992;53(suppl):46-51.
20 Montgomery DB, Roberts A, Green M, Bullock T, Baldwin D, Montgomery S. Lack of efficacy of fluoxetine in recurrent brief depression and suicide attempts. Eur Arch PsychClin Neurosci 1994;244:211-5.
21 Delamothe T. Very like a fish. BMJ 2011;343:d4918.
Citar ésto como: BMJ 2015;350:h1771
© BMJ Publishing Group Ltd 2015″
Traducido por Marc Casañas

domingo, 12 de mayo de 2013

¿Son tontos los hispanos?

Una tesis doctoral vincula las políticas migratorias en Estados Unidos con el cociente intelectual

 Estudio ( tesis doctoral ) que demuestra lo absurdo de los tests de Inteligencia, como ya  denunció el premio Príncipe de Asturias y neurólogo Pablo Rudomin, Ver entrada: No hay nada mas tonto que un test de Inteligencia. 

Hoy en dia el test es un elemencto fundamental para esconder la inutilidad personal, pasas un test y arreglado, si pasa algo la culpa del Test. Yo mismo trabajo en un centro donde los educadores confeccionan ellos mismos planes de educación personalizados con diagnósticos y métodos de evaluación tan sofisticados como puntuar al niño de 0 a 4 en conceptos tas abstractos como el razonamiento o liderazgo según criterio del profesional, si yo creo que es un 3 le pongo un tres, talcual.

El rigor es tan mínimo en el campo de los Tests ( TODO MANUAL INDICA QUE NO SON ELEMENTOS VÁLIDOS PARA DIAGNÓSTICO ) que hasta presentan Tesis Doctorales que no pasarian de trabajo cutre de la ESO en un instituto decente. Los fallos son infinitos, pasen y vean


“El indicador conocido como coeficiente intelectual (CI) puede estimar de manera confiable la inteligencia. El CI promedio de los inmigrantes en los EE UU es considerablemente más bajo que el de la población nativa de raza blanca. Esta diferencia es probable que persista durante varias generaciones. Las consecuencias son la falta de asimilación socioeconómica entre los inmigrantes de bajo coeficiente intelectual, conductas de clase baja, menor confianza social y un aumento en trabajadores no cualificados en el mercado laboral estadounidense. La selección de los inmigrantes de alto coeficiente intelectual podría mejorar estos problemas en EE UU al mismo tiempo que beneficiaría a los potenciales inmigrantes que son más inteligentes pero que carecen de acceso a la educación en sus países de origen”.

Este es el resumen de la tesis doctoral que presentó Jason Richwine en la Universidad de Harvard en 1999 y que fue aprobada sin objeciones por un comité formado por tres prestigiosos catedráticos de esa universidad. La tesis habla de los inmigrantes en general, pero sus conclusiones están principalmente basadas en el análisis del (bajo) CI de los hispanos. Armado con esa credencial, el flamante doctor Richwine comenzó su carrera en lo que en Washington se llama “la industria de la influencia”. Trabajó en dos importantes think tanks conservadores, publicó artículos en diarios y revistas y daba conferencias. Cuando el exsenador Jim DeMint, uno de los principales líderes del Tea Party y recién nombrado presidente de la fundación Heritage, necesitó encargar a alguien que hiciera el estudio que serviría como punta de lanza en la batalla para impedir la reforma de la política migratoria de EE UU, escogió a Jason Richwine, quien junto con Robert Rector sería el coautor del informe. Al doctor Richwine le estaba yendo bien.
Hasta la semana pasada.

Dylan Mathews, un periodista del Washington Post, se tropezó con la tesis doctoral de Richwine y publicó su mensaje central. Las reacciones no se dejaron esperar. La fundación Heritage se limitó a decir que las controvertidas ideas de Richwine las escribió en Harvard y no en la Fundación. Dos días después, Richwine renunció a su cargo.

En todo esto hay muchas sorpresas, pero quizá la principal tiene que ver con los estándares que se usan en Harvard para otorgar un doctorado. La tesis de Richwine parte de la base de que hay causa y efecto entre dos variables difíciles de medir: inteligencia y raza. Entre los científicos sociales no hay consenso acerca de qué es lo que miden los test que estiman el cociente intelectual. ¿Miden inteligencia o más bien miden la capacidad de responder bien a ese tipo test? Y si miden inteligencia ¿qué tipo de inteligencia es? Todos conocemos genios que obtienen buenos resultados en los test de inteligencia pero cuya vida personal y profesional es un desastre y que terminan siendo una carga para su familia y para la sociedad. Y también conocemos gente que no brilla por su intelecto pero cuya contribución a la sociedad es enorme. Pero si la inteligencia es difícil de medir, ¿cómo se mide eso que Richwine define como “los hispanos”? Esta no es una categoría biológica sino una definición popularizada por la Oficina del Censo de EE UU que usa el término hispano o latino para referirse a “una persona de origen cubano, mexicano, puertorriqueño, centro o sudamericano o de otra cultura u origen español, independientemente de su raza”. Evidentemente, tratar a los “hispanos” como una categoría genética o biológicamente homogénea es, por decir los menos, metodológicamente endeble.
Y los problemas con la tesis de Richwine no terminan ahí. Derivar de sus conclusiones la idea de que una buena política inmigratoria se debe basar en aplicarle pruebas de inteligencia a los inmigrantes, es una propuesta más nutrida por la ideología que por la ciencia.

Pero si se trata de creer en estudios que se basan en los test de inteligencia, entonces vale la pena mencionar uno muy interesante referido por el periodista Jon Wiener. En 2012 la revista Psychological Science reportó que un amplio estudio en Reino Unido que examinó a casi 16.000 personas a través de los años encontró que “los menores niveles de inteligencia en la infancia pronostican la presencia de mayor racismo en la edad adulta”. En otras palabras: los adultos que son racistas no salían muy bien en los test de inteligencia cuando eran niños.

En resumen: Si usted cree que los hispanos son tontos, entonces debe creer que los racistas también lo son. Pura ciencia.



miércoles, 8 de mayo de 2013

Cerebro de delincuente

Las técnicas de neuroimagen identifican un área relacionada con la propensión a saltarse la ley

Los científicos discrepan sobre la genética del comportamiento humano

 Nuevo estudo chorras para vender aparatitos y para los que se pirran con dibujitos y colorines.

Estudio chapucero, con solo 96 peronas y sin grupo control ( almenos comparen con gente que no ha estado en prisión )

La mayoria de estos estudios chorras simplemente reflejan lo que forma parte de una acción, es decir, su computación, parafraseando a Pinker, el comprotamiento o pensamiento es el resutado de lo que hace el cerebro, pero no de todo lo que hace, o en palabras sencillas, es como si vemos un DVD de la guerra de las galaxias y al analizar el dvd de plasticote diferimos que todo es resultado de un cacho PVC.

Recuerden que somos lo que nuestro cerebro hace, pues somos él, de la misma manera que no nos podemos deshacer de nuestro corazón ni de nuestro pancreas, somos todo ello. Primer fallo al intentar analizarlo como ente extraño que actua a lo loco  y que a posteriori "nosotros" somos conscientes de ese "inconsciente". 



El cerebro computa de manera automática y podemos cambiar el tipo de computación, ya sea con aprendizaje, estudio, moral o leyendo un libro de Mafalda. De las consecuencias de ello ya seremos conscientes mas tarde. No somos victimas de nuestro cerebro, somos los escultores de él.
Próximamente en sus centros, después de que el comercial de turno enrede al político analfabeto de turno con un power point lleno de colores y efectos. ¿y lo guapo y moderno que queda el aparatito en su casa que?
 
Contra los fuegos artificiales de una tecnología muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso, Psicóloga forense,  ofrece la realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150 personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a reincidir como que no— en el 96% de los casos”.
Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”. Por eso, asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen, ni lo necesitamos”.
Vamos, lo mismo de siempre, se inventa algo para luego buscar su utilidad, salida mercantilista o de rendibilidad económica.


Los 96 reclusos forman en fila india. Es su último día en prisión, pero antes de salir a la calle tienen que pasar por una última prueba: el detector de futura criminalidad. De uno en uno entran en la sala donde los médicos les colocan una especie de casquete. Sentados frente a un ordenador, los todavía reos tienen que responder a preguntas y usar unos videojuegos. Parece un examen del carné de conducir. Pero no les vale haberse entrenado ni saberse las respuestas. Al otro lado del cristal, un monitor va procesando sus estímulos cerebrales. Al ver los resultados de uno de ellos en pantalla, el doctor Khiel lanza una mirada cómplice al alcaide: “Este”, apunta. No necesita decir más. El director de la cárcel se vuelve hacia su ayudante: “Toma nota. El recluso 4.567 quedará libre, pero con vigilancia especial. Antes de que pasen cuatro años lo volveremos a tener aquí”. No es una película. Y, si lo fuera, no sería muy original, porque Spielberg, en su adaptación del relato Minority report de Philip K. Dick (1956), ya usó un argumento similar. Pero si quisiéramos hacer una nueva versión de la película, la frase de que “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia” no se podría usar. Más bien, para ser justos con los derechos de propiedad intelectual, en los títulos de crédito debería figurar otra que dijera: “Basada en una historia sacada de Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) en su versión recogida por Science y Nature”. No es poca cosa como fuente de inspiración: se trata de tres de las publicaciones científicas más importantes del mundo.

Las bases reales de este supuesto guion se están escribiendo en estos momentos. Las pruebas de neuroimagen son una herramienta cargada de posibilidades entre los investigadores. En este caso se utilizaron para medir la probabilidad de reincidir de un grupo de convictos. Y en ciencia, ya se sabe, después del primer paso vienen los demás. Y la idea de predecir el comportamiento —más aún el criminal— por métodos científicos es tentadora. Ya lo intentó Cesare Lomboso en el siglo XIX, con su intento de identificar y clasificar a los delincuentes en particular o a las personas en general por su aspecto. La teoría, nunca comprobada, tuvo bastante éxito, y sus coletazos llegaron hasta Antonio Vallejo Nájera e incluso a Gregorio Marañón. El franquismo en España intentó usar algo similar para identificar a rojos y otros desafectos, con sentencias en las que “la mirada” o “el prognatismo” se asociaban a comportamientos perseguibles.

En este caso, se utilizó neuroimagen para ver qué pasaba en una diminuta porción del cerebro, el córtex del cíngulo anterior (CCA). En concreto, los investigadores de la ONG Mind Research Network de Albuquerque (Nuevo México) consiguieron el permiso para estudiar el cerebro de 96 hombres justo antes de salir de prisión. Los sometieron a una serie de preguntas y pruebas en las que tenían que poner en juego su sistema de toma de decisiones o inhibir sus respuestas más impulsivas. Con la resonancia magnética midieron la actividad del CCA de cada uno durante el proceso.
Esta fue solo la primera parte del ensayo. Aunque todos habían sido condenados y todos respondían a los mismos estímulos, la actividad del CCA era variable. En unos se detectaba el aumento propio de un funcionamiento acelerado; en otros, nada.

Un estudio con 96 presos identifica alteraciones asociadas al crimen

El experimento se completó con un seguimiento de la reincidencia de estos voluntarios durante cuatro años. Y el resultado llegó al cruzar los datos de aquella primera prueba de neuroimagen con su registro delictivo: aquellos que mostraban una menor actividad en el CCA tenían unas tasas de reingreso en prisión 2,6 veces mayor que los demás. Más aún: la proporción subía a 4,3 veces si se tomaban solo delitos no violentos. Y todo ello después de descartar el efecto en el futuro comportamiento de los investigados de factores como la adicción a sustancias.
 
El supuesto doctor Khiel de la historia (un nombre no tan ficticio porque Kent Khiel es el neurólogo de la ONG que ha dirigido el trabajo) tenía, por tanto, una base seria para advertir al alcaide del riesgo potencial de quienes iba a poner en libertad.

La tentación inmediata de esta historia sería hacer la prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En función del resultado, ya se sabría a quién habría que poner especial vigilancia. Quizá, llegado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo. Aún más, siguiendo el giro que dio Spielberg a la historia, ni siquiera habría que esperar a que las personas delincan por primera vez: se les podría detener antes de que lo hicieran. Pero los propios autores del estudio descartan que esto pueda usarse tal cual. Con los pies en la tierra, Khiel, el neurólogo real que ha dirigido el trabajo, es categórico: “No es algo para aplicar ya”.

Sin embargo, el estudio no deja indiferente a los científicos. Miquel Bernardo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica (SEPB), empieza por destacar la importancia de las publicaciones en las que se ha presentado. No es un guion destinado a consumo masivo y a ser disfrutado con un cubo de palomitas. Pero, en su papel de representante del mundo de la ciencia, a renglón seguido, advierte contra la traslación tal cual de los resultados de las técnicas de neuroimagen. Estas “han creado expectativas muy esperanzadoras y optimistas para la predicción y tratamiento de conductas y enfermedades mentales”, pero este entusiasmo “va por oleadas” y “ahora se está enfriando”, advierte, de una manera similar a lo que ocurrió con el Proyecto Genoma de hace más de 10 años, que causó una fiebre por identificar genes relacionados con todo, desde obesidad a autismo, y ahora mismo esas informaciones, valiosas sin duda, pasan ya desapercibidas.

La tentación sería aplicar estos métodos con fines de orden público

Lo ideal, indica el experto, sería que se pudiera asociar un área del cerebro de manera unívoca a una conducta, pero el comportamiento humano es tan complejo que eso no es posible, por lo que todos estos estudios hay que tomarlos como “ayudas o pistas”, pero “nunca de manera definitiva”, dice Bernardo. “Lo que está claro es que en el cerebro está el sustrato de la conducta humana”. Con algo más de poesía, el neurocientífico colombiano Rodolfo Llinás decía en una entrevista concedida a este periódico en 2009 que “el alma está en el cerebro”.

Según este estudio, la variación en la actividad cerebral puede asociarse a la comisión de delitos pasados o futuros, pero la psicóloga forense Rocío Gómez Hermoso cree que tal y como este está diseñado el estudio no sirve para discriminar si la neuroimagen refleja una causa o un efecto. “Si es un efecto del comportamiento anterior, no serviría de nada”.

Lo que está detrás de estos intentos es la base de las disquisiciones sobre el comportamiento humano desde hace 30 siglos: si nacemos de una manera o nos hacemos. Se puede aplicar a prácticamente todo: inteligencia, orientación sexual, propensión a delinquir, bondad —el hombre como lobo para el hombre de Hobbes o el buen salvaje al que la sociedad corrompe de Rousseau— o la creatividad. Trasladado al lenguaje de hace medio siglo, es el debate entre genotipo, lo innato, y fenotipo, lo adquirido. Santiago Ramón y Cajal lo complicó todo más y lo llevó al mundo más científico al describir la plasticidad del cerebro: este determina lo que hacemos, pero cambia según lo que nos pasa.

Desde su desarrollo, la neuroimagen se ha usado para medir qué pasa en el cerebro en todo tipo de situaciones: al sentir hambre o ira, al estar sano o enfermo, al leer, al recordar, al conducir, y también en otras donde parece que el aparataje necesario (una especie de secador de pelo que es el encargado de medir qué partes del cerebro se activan —o no— en cada momento) es más complicado de aplicar, como al practicar sexo o arbitrar un partido de fútbol.


Una psicóloga forense descarta el ensayo frente a las técnicas actuales

Obviamente, Khiel no había elegido estudiar el CCA al azar.Ya en pruebas más generales se había visto que el CCA, como indica en un artículo John Allman, del California Institute of Techonology (Caltec), era un área de “interfaz entre la emoción y el conocimiento”, con competencias sobre el “autocontrol emocional, la resolución de problemas, el reconocimiento de errores y una respuesta adaptativa a condiciones cambiantes en yuxtaposición con las emociones”. Por todo esto, no se ha estudiado todo el cerebro. La elección del área sobre la que se investigó, el CCA, es lógica. “Está relacionada con la impulsividad y el autocontrol”, resume Bernardo. “Una desregulación de este área significaría vulnerabilidad ante cierto tipo de conductas”, añade.

No es que los científicos tengan especial predilección por el CCA (aunque su riqueza potencial lo justificaría). Cada emoción y actividad se corresponde con una o varias zonas del cerebro, desde respirar a pensar en física cuántica. O, al menos, eso es lo que creemos. Y es que el sistema neurológico es, seguramente, el más desconocido del cuerpo humano. Su núcleo, encerrado por los fuertes huesos del cráneo, es el cerebro, el órgano más misterioso. Resulta casi imposible de manipular en vivo. Como si se le pudiera aplicar el principio de incertidumbre de Heisenberg, medirlo implicaría alterarlo. Y de ahí el auge de las técnicas de imagen, como la resonancia, que son las que más se acercan a ver cómo funcionan sus engranajes sin tener que entrar dentro de él.

Por eso, Bernardo cree que la lectura positiva que se puede sacar de este trabajo, más que lo “exótico” de sus planteamientos —el juego mental sobre el posible guion que saldría de la historia—, es que se avanza en dirección hacia unos “nuevos biomarcadores”. Si en otras enfermedades, como el cáncer, se buscan proteínas o células que indiquen lo que le pasa al paciente, en el caso de las enfermedades mentales las técnicas de imagen pueden ser un agente fundamental, “y no solo para predecir conductas, sino, más importante, para definir tratamientos”, añade el psiquiatra. “Tiene una utilidad funcional y estructural para validar diagnósticos, tratamientos y efectuar pronósticos”.

Centrada en el trabajo, Rocío Gómez Hermoso, psicóloga forense desde 1995, señala las debilidades que ve en el estudio. Aunque reconoce lo atractivo que puede resultar, “concluir algo de un trabajo tan incipiente es problemático”, afirma. Para la psicóloga de vigilancia penitenciaria, hay tres inconvenientes grandes en el artículo. “Son solo 96 personas, que son pocas, solo se las sigue durante cuatro años y falta comparar con el resultado que darían en la prueba personas que no hubieran estado en prisión”. “Tampoco sabemos la tipología exacta ni a violencia de sus delitos”. “De hecho, los propios autores reconocen que no saben cómo pueden influir otros elementos”, indica la psicóloga.

La resonancia es más útil para seguir tratamientos, dice un psiquiatra

Contra los fuegos artificiales de una tecnología muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso ofrece la realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150 personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a reincidir como que no— en el 96% de los casos”.

Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”. Por eso, asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen, ni lo necesitamos”.

martes, 16 de abril de 2013

Innocence y Despair - Hermosa história sobre música y educación

 

 “Es belleza. Es verdad. Una música que te llega al corazón de un modo como casi ninguna otra lo ha hecho antes”. 



¿Puede ser la música un juego de niños? En 1930, Carl Orff estableció las bases para un nuevo sistema pedagógico enfocado a la enseñanza musical infantil. Para Orff el “schulwerk” (trabajo escolar en alemán) debía potenciar la creatividad a través de la interacción entre profesor y alumnos, haciendo del juego una herramienta educativa. En sus propias palabras, “desde el albor de los tiempos, a los niños no les ha gustado estudiar. Prefieren jugar, y si se quiere lo mejor para ellos, hay que permitirles aprender jugando”. Eso mismo pensaba un profesor de música de una escuela de primaria canadiense que, a mediados de los años setenta, decidió predicar con el ejemplo: improvisó un rudimentario estudio de grabación en el gimnasio del colegio para dar salida al talento natural de los chavales, sirviéndose de un repertorio de grandes éxitos de la música popular de los años sesenta para “jugar a hacer música”. 

Un cuarto de siglo más tarde, Brian Linds, un coleccionista de vinilos de Victoria, hizo un descubrimiento muy especial en una tienda de segunda mano de Vancouver. Un collage de fotos infantiles le llamó la atención desde la cubierta de uno de los elepés de la cubeta de saldos. Aquel enigmático pedazo de plástico incluía una sarta de versiones de Fleetwood Mac, Beach Boys, Herman’s Hermits y David Bowie interpretadas por un coro de escuela. Entusiasmado con el hallazgo, decidió compartirlo con Irwin Chusid, el mayor experto mundial en lo que él mismo ha definido como “outsider music”. Acostumbrado a destapar la caja de las esencias de artistas al filo de la “normalidad” como The Shaggs, Raymond Scott, Esquivel o Joe Meek, Chusid cae victima del hechizante sonido del álbum. “Me quedé asombrado con los arreglos. Nunca había escuchado nada igual, incluso tratándose de un disco de finales de los setenta.”, recordaba Chusid durante una entrevista, “Sonaba como si hubiese sido grabado por un extraño culto de adolescentes en su guarida subterránea, en mitad de la noche, cantando esas canciones como parte de algún tipo de ceremonia ritual”. El disco sonó durante meses en su programa de radio de la emisora independiente por excelencia, WFMU. Fue entonces cuando Chusid dedidió localizar al propietario de los derechos del material original y negociar los detalles de su publicación comercial.

Una mañana cualquiera después de clase, el profesor Hans Fenger recibió el recado en el instituto en el que trabajaba en Vancouver. Un tipo llamaba preguntando por él desde Nueva York. Fenger reaccionó con sorpresa a las preguntas de Chusid sobre el disco. “¿Qué pasa? ¿David Bowie me ha demandado?”
En 1971 Fenger malvivía en Vancouver dando clases de guitarra durante el día y tocando en garitos de rock por la noche. Con apenas veinticuatro años y un hijo en camino, aceptó un empleo como maestro en Langley, una humilde población rural del sudoeste de Canadá. Al instalarse en el pueblo con su novia, tomó contacto con una comunidad conservadora y profundamente religiosa, diametralmente opuesta a su talante liberal de chico de ciudad. La mayoría de sus alumnos, de entre 9 y 12 años, vivían ajenos al mundanal ruido en sus granjas familiares. Su único contacto con el exterior era a través de la música que escuchaban por la radio y su vida social se limitaba exclusivamente al ámbito escolar. Aún a riesgo de levantar suspicacias con sus métodos poco ortodoxos, Fenger decidió saltarse el programa de su asignatura y optó por inculcarles un sentimiento musical a través del cual expresarse, en lugar de abrumarles con conocimientos teóricos y plomizas audiciones. Desde la primera clase se esforzó en dar el protagonismo a sus alumnos, animándoles tocar y cantar canciones, abriéndoles una ventana al mundo que a día de hoy todavía sigue abierta. 
Aunque la junta escolar no comprendía el peculiar método de enseñanza del “profe hippy” -como lo llamaban sus alumnos- Fedger terminó dando clase en cuatro escuelas diferentes durante los cinco años siguientes. Tras ganarse la confianza de parte del claustro de profesores, consiguió reunir fondos para la grabación de un par de discos que atestiguasen los progresos de los chiquillos. Incluso los animó para que ellos mismos seleccionasen un repertorio a su medida, interpretando únicamente aquellas canciones con las que se sentían más identificados. Él mismo se encargó de registrarlas en cinta magnetofónica, acompañándoles a la guitarra acústica y al piano, pero manteniéndose en todo momento en un discreto segundo plano. El resto de la instrumentación corrió a cargo de los propios alumnos: una niña dando acordes abiertos al bajo y el resto de ellos repartiéndose xilófonos, timbales, panderetas… 

Como en una versión moderna del Flautista de Hamelín, Fedger orquestó una verdadera sinfonía infantil que cuestiona la autoridad adulta y los preceptos academicistas. El maestro y sus muchachos consiguen lo más difícil: transmitir sensaciones verdaderas y hacer de sus carencias virtudes. Empezando por la reverberación acústica del gimnasio, que aporta una solemne majestuosidad a los arreglos de Fedger a modo de “wall of sound” de andar por casa. De hecho, la influencia de Phil Spector se revela de capital importancia, llegando a apropiarse con adecuado tono elegíaco del “To Know Him Is To Love Him” de The Teddy Bears.     
   
Es un secreto a voces que la buena música pop se alimenta de corazones heridos e ilusiones rotas. Es la banda sonora del anhelo adolescente: el envoltorio inocente del desconsuelo. Tal vez por eso la versión de "Good Vibrations" arranca con un solitario tañir de cascabeles. Y en cuanto despuntan las voces, asoman las lágrimas. Hay algo de sombrío y crepuscular en esas voces que va más allá del candor infantil inicial y que resulta todavía más melancólico y hermoso cuando interpretan “God Only Knows”. No es casualidad que esta última pertenezca a "Pet Sounds" (Capitol, 1966), todo un símbolo del tránsito del pop a la edad adulta en los años sesenta. Completan el cancionero de los Beach Boys con tomas más efusivas pero igualmente melodramáticas de “Help Me, Rhonda”, “Little Deuce Coupe”, “In My Room” y “I Get Around”. En momentos como estos resulta tentador imaginarse qué pensará Daniel Johnston al respecto. 
En “Space Odditty” se repiten las constantes temáticas de aislamiento, soledad y tristeza. Como el resto de canciones está grabada en "toma única" y en riguroso directo para preservar la espontaneidad e inmortalizar el momento de la manera más fiel posible. Durante los ensayos y para evitar que los niños se perdieran en la cuenta atrás del Mayor Tom, Fenger intentó marcar con el pie el pulso de las percusiones, pero fue imposible. Los críos se atropellan; entran tarde o antes de tiempo, generando un caos naif y maravilloso. De fondo suena un teclado espectral y los efectos de guitarra emulan el timbre estratosférico de Mick Ronson. El propio Bowie la describiría años más tarde como “toda una pieza de arte”
En un plano más confesional, las versiones de “The Long and Winding Road” de The Beatles y “Desperado” de The Eagles le dejan a uno con el corazón latiendo en la garganta. Mención especial para las celestiales relecturas de “Mandy” de Barry Manilow y “Sweet Caroline” de Neil Diamond, que son de las que reconfortan con sus crescendos climáticos. 
Está claro que son cosas de la edad, pero “I'm Into Something Good” de Herman’s Hermits y “Calling Occupants of Interplanetary Craft” de los progresivos Klaatu (popularizada por The Carpenters) son un ejemplo perfecto de alquimia pop que trasciende unos originales más bien mediocres, alcanzando un estado de paroxismo eufórico con las palmas y porrazos el “Saturday Night” de Bay City Rollers.
  
En 2001 el sello independiente norteamericano Bar/None Records obtuvo un gran éxito de crítica y ventas gracias a la reedición de los dos elepés originales, bajo el título de “The Langley Schools Music Project: Innocent & Despair”. Asi mismo, existe una tirada limitada en doble vinilo que reproduce las carpetas de las ediciones originales de 1976 y 1977 por cortesía de Gammon Records. Una preciada pieza para coleccionistas que llegó a mis manos gracias a la constancia de mi novia, a la que en gran medida va dedicado este artículo. En las notas interiores de su maravilloso libreto, Chusid menciona a Brian Wilson, Carl Orff, Brian Eno, Phillip Glass, Moondog y los cantos gregorianos. Habla también de minimalismo, gospel y folk; de raíces y de sueños. 

En la actualidad podemos rastrear el legado de The Langley Schools Music Project en la comparsa de Halloween de Dead Man’s Bones. Spike Jonze y Karen O también tomaron buena nota a la hora de concebir la banda sonora de “Donde viven los monstruos” (2009). Incluso Richard Linklater reconoce haberse inspirado en la historia de Fenger para pergeñar la premisa argumental de “School of Rock” (2003). 

Recientemente el trailer del perturbador documental “Catfish” (2010) incorporó la versión de “Good Vibrations” como reclamo perfecto para la captación de nuevas audiencias. Poco después, David Fincher utilizaría a Scala & Kolacny Brothers (un coro belga especializado en versiones de Nirvana, Radiohead o Coldplay) para musicar el adelanto de “La red social” (2010). Pero no es lo mismo: aquí lo que sobra es grandilocuencia y profilaxis; se traiciona la esencia. John Zorn lo resume a la perfección: